Cuando estaba en el colegio, me comentaban una historia que me hizo ver la vida desde otra perspectiva, se basa sobre todo en las consecuencias que van a tener mis actos, las heridas que pueden cicatrizar pero de vez en cuando se abren para volver a sentir ese dolor tal y como si estuviese en ese espacio, es doloroso y cruel pero así es la vida y uno aprende que quizás todo pasa por alguna razón, el amor es lo que nos lleva a la gloria pero también lo que nos hace poner los pies sobre la tierra, esto al fin de cuentas es la vida.
El clavo y el martillo
Una vez un amigo mío me contó una historia que se contaba allá en Francia a los niños/as pequeños/as, (típica historieta con moraleja de la que todos nosotros aún recordamos alguna de nuestra infancia), la cual me he tomado la libertad de transformar.
Pues bien, el cuento mostraba a un padre que le tenía preparado a su hijo el mismo castigo cuando el chaval desobedecía al padre o hacía alguna trastada. Y el castigo consistía en que el chico debía coger un clavo y un martillo y clavar el clavo en la pared de su propio cuarto, pero tendría que clavarlo bien fuerte para que se mantuviese, porque ellos dos lo habían acordado de esa manera para que el padre olvidara la desobediencia que el chico había cometido. El padre variaba de clavos conforme era la artimaña que el hijo procedía para cabrear a su padre, unas veces eran grandes y largos, otras veces enroscados y de cabeza redonda, cosa que dificultaba la tarea para clavarlos, pero increíblemente el chico demostraba que no había clavo que se le resistiese...
Entonces el padre, asustado por la actitud de su hijo, pensó que debía pensar una alternativa, una vía de escape para la actitud del hijo, una forma de demostrarle su amor por él a pesar de su actitud, y una noche, mientras el hijo dormía, el padre se encargó de quitar cuidadosamente cada clavo incrustado con los martillazos de un niño de 10 años, mientras lágrimas surcaban sus ojos hacia el suelo mientras el padre lamentaba que esa anécdota de los clavos no sirvió para nada, que otro intento más de educar a su hijo había resultado en vano, que la tarea de ser padre exigía un gran sacrificio...
Al día siguiente por la mañana, el chico fue corriendo a avisar a su padre:
-¡Papá, papa!, ¡Ven a mi cuarto y mira lo que ha pasado! ¡Los clavos que yo clavé ya no están!
-Vamos hijo, veamos que ha sucedido.
-Mira, ya no hay ninguno, ¿Quien los habrá quitado? Porque se olvidó de tapar los agujeros...
El padre, con los ojos envueltos en lágrimas de la emoción, cogió a su hijo y mirándole fijamente a los ojos le dijo:
-Mi hijito, te quiero mucho, tú lo sabes, y fui yo quien quitó los clavos de tu dormitorio, ya no quería ver más todos esos clavos que me recordaban todas tus trastadas y tu desobediencia, y decidí quitarlos yo mismo, así que ya nunca más volverás a ver esos clavos que clavaste antes, y si vuelves a portarte mal tendrás que clavar un clavo de nuevo, pero cuando te arrepientas de lo que hayas hecho, podrás quitar ese clavo, pero solo si te arrepientes de verdad, entonces yo olvidaré lo que has hecho y nunca más te lo volveré a recordar.
-¿Pero papá, y los agujeros que? ¿Pintaremos por encima para que no se noten y que tampoco se puedan volver a ver?...
Entonces el padre sonrió a su hijo mientras más lágrimas brotaban de sus ojos y le dijo:
-No hijito mío, esos agujeros se quedarán ahí y nunca nadie los podrá quitar, ya sé que ahora quizá no entiendas esto porque eres muy pequeñito, pero ojalá nunca en la vida olvides esta lección que intento enseñarte: esos clavos siempre estarán allí cuando mires, pero solamente servirán para recordarte que nunca más debes hacer esas cosas que hiciste. El clavo lo podrás quitar, pero el agujero no. Y entonces poco a poco, aunque al principio no te guste como ves tú cuarto con esos agujeros, con el tiempo comenzarás a aprender a vivir con ellos, y cuando te hagas más y más mayor verás que en la vida real también existen esos agujeros pero que la gente los llama “consecuencias”, y que ellos también formarán parte de tu vida, para recordarte que todos los errores que has cometido ya no existen en sí mismos, pero sí las consecuencias.
El niño, aunque no entendía nada, tenía miedo de lo que el padre le dijo porque le veía llorar mucho, por lo que se le abalanzó asustado y le dijo:
-Pero papa, yo no quiero volver a clavarlos, te prometo que nunca más tendré que clavar ningún clavo en mi cuarto, y que a partir de ahora voy a portarme como el mejor, porque papi no quiero que estés triste nunca más por eso...
El padre abrazó a su hijo mientras le dijo:
-Volverás a tener que clavar algún que otro clavo, pero no tengas miedo nunca, porque yo siempre te voy a querer, siempre te voy a perdonar cuando me pidas perdón, y olvidaré lo que hayas hecho...
Aunque el niño siguió insistiendo en que nunca más volvería a portarse mal a pesar de que su padre sabía muy bien que a su edad eso era algo normal, ese chico nunca volvió a ser el mismo...
Siempre antes de acostarse, iba a su padre y le contaba si había hecho algo para así poder quitar los clavos que tanto prometió que nunca volvería a clavar y que periódicamente clavaba otra vez, pero el padre le quería tanto que su amor por él tapaba todo agujero que el niño dejaba en su cuarto, y solo quedaban como un recordatorio para el chico de hechos que sucedieron, ¿Quién sabe porqué? , pero que nunca más serían la causa de la separación entre el padre y el hijo.
Y asimismo quedaron, como heridas de amor talladas en fuego fundido, inertes las cicatrices de Jesucristo en sus manos y sus pies, perpetuo recordatorio de la prueba de amor jamás contada, del amor que nunca fallará, ese amor por nosotros, la causa por la que Jesús vino a rescatarnos de las garras del Diablo.
Pero él no volverá a morir en la cruz otra vez para redimirnos por segunda vez, ¿Por qué entonces insistimos en abrir sus cicatrices con nuestros prejuicios?